No me mires bailar

Una vez amé -y seguiré amando hasta que entienda- a una mujer que bailaba, pero que reclamaba no ser contemplada mientras tanto. Mal podría yo calificar su danza, que soy una mancuspia sin alma para el arte del movimiento armónico del cuerpo con cierta gracia. Y sin embargo me atrevo a afirmar, sin miedo a pecar hasta el infierno, que ella no era la mejor bailarina de la aldea. Su ánimo de censura despertaba en mí una conducta casi voyeurista. Su deslizar algo torpe y su naturaleza espontanea a toda hora y en cualquier lugar, llamaban a mi más íntima envidia. Yo, el estudiado robot, el eterno pensador, el planificador de lo perfecto, deseaba con fervor insano su desfachatez, esa libertad de equivocarse tan marcada y evidentemente. ¿Cómo no hube de amarla de manera enfermiza? si era lo que nunca tendré…

Auspicia e ilustra este pesar: Little Joy, con Don’t watch me dancing

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